Los ángeles de la vida y la muerte
En una noche de Enero, iluminada solamente por un tenue
rayo de Luna creciente y de algunas pálidas estrellas, el Ángel de la Muerte y el Ángel de los
Renacimientos se encontraron en una gran aldea donde su misión les llamaba. Las
calles estaban desiertas, el silencio era profundo y las casas cubiertas de una
capa de nieve; también dormía la fuente de la plaza, pues el agua pura de
murmullo argentino, se había transformado en estalactitas de hielo. Los ángeles
se pararon en una grada de la fuente frente dos casas contiguas, en las que
algunas ventanas estaban iluminadas. Sacudieron la nieve de sus grandes alas y
se sentaron uno junto al otro con la satisfacción de dos compañeros de labor
que descansan un momento. El Ángel de la Muerte estaba tranquilo y meditabundo. Su hermosa
cara marmórea, con sus dulces ojos, estaba orlada de espesos y obscuros bucles.
Su aspecto tenía algo de misterioso y augusto.
El Ángel de los Renacimientos era esbelto y vigoroso, su cara redonda estaba
iluminada por una mirada viva y escrutadora; toda su actitud delataba una
intensa actividad.
-Hermano-dijo
dirigiéndose al Ángel de la
Muerte-no es raro que nuestro ministerio nos conduzca a los
dos a un mismo sitio; tú a buscar un alma, y yo a buscar otra. Pero es raro que
los dos equivoquemos la hora, pues esta noche llego algo temprano. . .
-A mí-respondió
melancólicamente el Ángel de la
Muerte-no me sucede lo mismo. He llegado mucho antes que el
reloj diera las doce; el que venía a buscar, permanecía suspendido sobre su
techo, mirando sin comprender, el cadáver que acababa de abandonar. Al ir a
llevármelo, rompiendo la última ligadura que a su cadáver unía, oí una
explosión de dolor. El médico acababa de comprobar que el corazón acababa de
latir, y los miembros de la familia, rodeándole, le suplicaban que volviera la
vida a su querido difunto. He aquí que entonces tuvo lugar una escena que he
presenciado más de una vez. El médico sacó de su bolsillo una redoma de
cristal, y adaptando a ella un pequeño instrumento, dio una inyección al cuerpo
abandonado. El efecto fue instantáneo. Como un relámpago fue arrancado de mis
brazos el pobre hombre, lanzado de nuevo en aquel cuerpo corrompido y envenenado
por la enfermedad. Y le vi despertar, contraído el rostro por un gran
sufrimiento, gimiendo penosamente, mientras que a su alrededor se producía una
expansión de alegría y reconocimiento. Me he visto obligado a marcharme; el
desgraciado sufrirá algunas horas más, pues su destino debe cumplirse antes de
que la aurora ilumine la nieve de las cercanías. Su familia sabía que no tenía
salvación, pues la ciencia de los hombres y la ciencia más elevada lo
consideraban así. Pero ellos han preferido conservarlo algunas horas más
prolongando su tortura.
-“Los hombres son
crueles”, dijo el Ángel de los Renacimientos, moviendo la cabeza.
-“No, Hermano, son
ignorantes e inconsecuentes. Me temen, tienen miedo a esta otra vida que no
conocen. Cuántas veces he sido invocado, llamado a gritos por los desesperados;
pero apenas aparezco, se tapan los ojos con un gesto de terror y me suplican
que les deje tranquilos…, como si dejar este mundo físico fuese poner término a
su existencia”.
-“¡Ah! Qué
insensatos son los hombres, Hermano mío. En su infancia, en el regazo de su
madre, aprenden que su alma es inmortal, se les enseña diariamente en sus
iglesias, más obran como si nada supieran”.
“Pierden, en apariencia, un miembro de su
familia, un amigo..., todo es sollozar, sentimientos, despedidas, como si jamás
no hubiesen de volverse a ver. Se visten de negro y se reúnen con fúnebres
semblantes. Me consideran como el enemigo de la raza humana, yo soy un
bienhechor…, pues yo cierro los ojos que vierten lágrimas amargas; yo pongo el
sello de la suprema belleza en los rostros contraídos; yo libro de una morada
camal, ajada por la enfermedad o la vejez a un alma que aspira a una nueva
vida; yo reúno a los que se habían perdido de vista. ¡Oh, qué júbilo el verse
de nuevo en el más allá…! ¡La alegría del recibimiento hecho a los que penetran
en otra esfera, que se abre a una vida más intensa!… ¡Oh, el regocijo de las
ilusiones mecidas por sublimes armonías!”.
“¡Pobres ignorantes! Ellos, que más que nada
temen el sufrimiento, ¿por qué temen tanto este paso que conduce a una vida
mejor…? Pues tras un corto intervalo en el valle de las sombras y de la
purificación, sus seres queridos estarán por mucho tiempo en la mansión de la
paz y la beatitud”.
El Ángel de la Muerte
calló con un suspiro.
-“Tu conclusión,
Hermano, es la siguiente:…”, dijo el Ángel de los Renacimientos, tomando la
palabra, “…Que los hombres lloran cuando deberían regocijarse”.
Y yo añado: “Y se regocijan cuando deberían llorar”.
-“Tú
me hablas de los que se afligen, procurando retener cerca de sí el alma
libertada, sin pensar que prolongan su tortura. Tú hablas de los que te
invocan, y cuando escuchas sus ruegos se asustan y rehúsan seguirte. Más ¿qué
piensas de los que celebran alegremente la venida de un alma entre ellos, que
la acogen llenos de esperanza, con sueños de gloria o de belleza? La vuelta a
la vida terrestre, sin embargo, podría ser origen de preocupaciones dolorosas,
pues los hombres ignoran los misterios que el porvenir les reserva... La lucha
febril que destroza el cuerpo y el alma, el peso que a veces aplasta a los
hombres, las crueles decepciones, el dolor de las separaciones, el incesante
tormento que causa la vana persecución de la dicha humana, frágil felicidad;
felicidad engañosa como un espejismo… El hombre sufre de la cuna a la tumba,
maldice la vida y, sin embargo, se aferra a ella desesperadamente”.
Entonces el Ángel de
los Renacimientos, separando un pliegue de su vestido, mostró al Ángel de la Muerte un desdichado ser
adormecido con el sueño pre-natal.
-“Mira esta pequeña
alma, Hermano, un alma joven en verdad, que lleva consigo todos los gérmenes
del vicio, todos los instintos de la pasión. La ley de justicia inmanente, por
la cual el hombre cosecha lo que ha sembrado, va a hacerla renacer en este
medio honrado. Los que van a ser sus padres, en un pasado lejano pecaron
gravemente contra él y contra la ley de la fraternidad. He aquí llegada la hora
de la retribución. Esta pequeña alma va a llevar bajo ese techo la desunión y
la discordia, hará verter lágrimas a mares, destrozará los amantes corazones, y
puede ser que deje tras sí las huellas sangrientas de un crimen”.
“He aquí cómo podrían llorar los que
meciéndose en los sueños de oro de tiernas ilusiones, han preparado
amorosamente la frágil cuna que abrigará a su hijo. ¡Qué desgracia la de los
humanos! Sólo ven las apariencias y no la realidad; sólo se apegan a las
ilusiones del mundo perecedero y no lo que se oculta detrás de las ilusiones;
ven sin mirar, oyen sin escuchar, andan a tientas sin hallar su camino… Y no
obstante, la gran luz está allí, envolviéndolos… Armonías celestes se levantan
a su alrededor, más son inconscientes de la brillante luz, así como del
glorioso canto de la VIDA
que no comprenden”.
-“Hermano”, dijo el
Ángel de la Muerte
con tranquila sonrisa, “son más dignos de compasión que de censura. Sólo
merecen indulgencia y compasión”.
En este momento el
reloj de la aldea dio 4 campanadas.
-“Ha llegado la hora
de cumplir nuestra misión”, dijo el Ángel de los Renacimientos, levantándose
lentamente.
-“Hermano, ¿nos
separamos afectados por una impresión tan triste?”.
-“No, por cierto”, añadió
el Ángel de la Muerte
levantándose lentamente y batiendo sus grandes alas, “no, pues una gloriosa
esperanza ilumina el porvenir…”.
-“Vendrá un tiempo,
lejano, remoto, en que una nueva era aparecerá, y mi ministerio no se cumplirá
ya con esfuerzo y entre gemidos y lágrimas; vendrá un tiempo en que los
¡hosanna! acogerán mi entrada en las casas; en que no seré ya considerado como
“el rey del terror”, sino como un amigo, el supremo libertador; en que los
grandes y pequeños me tenderán los brazos sonriendo”.
-“Pues en esta nueva
era”, dijo a su vez el Ángel de los Renacimientos con vibrante voz, “en esta
nueva era, gracias al conocimiento adquirido, gracias a su desarrollo interior,
el hombre leerá en sus vidas anteriores como en un libro abierto; por el poder
de su pensamiento y por la pureza de su amor, podrá reparar las faltas
cometidas en el pasado contra su prójimo y no atraerá hacia sí sino seres
purificados, amantes y armónicos”.
-“Adiós, Hermano, ya
es hora de que nos separemos. Se tú el libertador, como yo seré el justiciero”.
Los ángeles emprendieron su vuelo.
Algunos instantes
después, el silencio de la aldea fue turbado por los gritos y gemidos que partían
de una ventana entreabierta...
En tanto que el Ángel de la
Muerte se elevaba por los aires llevando consigo el alma
liberada y en la casa contigua, una joven madre, meciendo un recién nacido
entre sus brazos, decía sonriente a su esposo, tiernamente inclinado sobre
ella: “¡Mira qué hermoso es nuestro hijo”! ¿Verdad que se parece al niño
Jesús?”.
Aimée Blench